Cuando vamos al bosque, Raico abanica la cola con fuerza, se emociona, brinca y da vueltas alrededor de mis pies. Creo que lee mi mente y sabe a dónde saldremos y a qué hora.
El sábado que desapareció, ni él ni yo presentimos lo que iba a pasar. Trepó a la canastilla trasera de la bici y le puse unas cintas para que no se cayera. Iba muy contento y durante el viaje asomaba su cara por encima de mi hombro, con la lengua de fuera y mirando a todos lados. En cuanto llegamos al bosque y lo liberé, saltó y corrió con grandes zancadas para luego derrapar en las hojas secas.
Mientras yo aseguraba con una cadena la bici a un árbol, lo perdí de vista para luego escuchar su ladrido incesante. Pensé que se habría encontrado una ardilla o un conejo. Cuando llegué al lugar donde provenía el sonido, lo vi con sus patas bien afianzadas a la tierra y ladrando con vigor frente a un árbol de tamaño descomunal. “¡Raico, Raico, ven acá!”, grité varias veces mientras me acercaba. Estando a unos pocos metros, el árbol se ensanchó, un tronido retumbó en todo el bosque y un gran hueco se abrió en el tronco, succionando a Raico dentro de él. Los pájaros, que descansaban tranquilos en las ramas, volaron espantados en todas las direcciones. Me pasmé durante unos segundos. Luego corrí y pateé con fuerza la corteza. “¡Regrésame a mi perro! ¡Maldito! ¡Regrésamelo!”, gritaba inútilmente sin dejar de arañar y pegar en la ruda piel del árbol. Busqué ramas para pegarle a la madera, pero fue inútil, parecía estar hecho de piedra.
Frustrado y triste me senté en la hierba y escuché el ladrido apagado de mi querido amigo. “Raico, ¡qué te han hecho! No llores, encontraré la manera de rescatarte, mi amigo. No llores, Raico, no llores”.
—Se ve que amas a tu perro —dijo el árbol con voz áspera.
—Por supuesto que sí, desgraciado. No tienes idea de la fidelidad que Raico me ha demostrado. Tú eres muy malo y no podrías entenderlo.
—Pues si quieres volver a verlo, deberás cumplir un deseo. Ustedes se pueden mover, ir a donde quieran, pero yo estoy condenado a vivir fijo en este lugar. ¡No sabes lo que es eso! Llevo una vida llena de desesperación y tedio. Para recuperar a tu compañero, deberás conseguir llanto de luna y regar mis raíces con él —luego el silencio volvió a invadir la arboleda. Tampoco escuchaba más a Raico.
No podía apartarme del lugar, no quería dejarlo encerrado dentro de ese cruel monstruo. Esperé a que anocheciera para pedirle a la luna el agua de sus sollozos, pero las ramas del árbol me impedían verla. Para tener mejor vista, trepé a una piedra que tenía el tamaño de un elefante. La luna resplandecía ante mí y comencé a gritarle: “Luna, luna brillante, por favor regálame tus lágrimas para poder rescatar a mi amigo que está encerrado bajo la corteza de un árbol”, grité desesperado, hasta que mi voz se hizo un rumor cansado. Agobiado, me senté en la roca y escondí la cabeza entre mis rodillas. Jamás había estado tan triste como en esa noche.
“¿Qué te aflige, niño? ¿por qué estás tan triste?”, me dijo una voz maternal que resonaba en la tierra. Volteé rápido hacia la luna, pensando que por fin me respondía. Nada, seguía tan indiferente y distante como lo estaba antes. “Soy yo, querido, la piedra donde estás sentado, cuéntame, ¿qué te ocurre?”. Agaché nuevamente la cabeza y le contesté: “Ay piedra, he perdido a mi perro y tengo miedo de que sea para siempre. Él es todo lo que tengo en mi vida. Siendo apenas un cachorro, llegó a mi casa muerto de frío y de hambre. Al principio, mi papá no quería tener la responsabilidad de cuidarlo, alimentarlo y limpiarlo, además me insistía en que los perros destrozan muebles y zapatos. Incluso, él solía alejar a los perros callejeros a pedradas, cuando llegaban a buscar comida en el bote de basura. Por más que le rogué, no podía convencerlo. Como aullaba triste frente a la puerta, se compadeció de él y le dio un poco de agua y una salchicha para que se callara. Una vez saciada su hambre, volvió a chillar de frío. Sin poder dormir por tanto ruido, le abrió la puerta y lo arrastró al baño. Ahí también continuaron sus aullidos, ahora de soledad. Para que mi padre no se hartara de él, abrí la puerta y le puse un cartón en el piso de mi recámara, para que se echara sobre él. Cuando amaneció, estaba subido en mi cama, acurrucado entre mis piernas y durmiendo con mucha tranquilidad. Mi papá ya no estaba molesto con él, al contrario, como que le inspiraba mucha paz. Desde entonces somos amigos inseparables. Él sabe cuando estoy triste o enfermo, cuando algo me preocupa o me molesta, y su simple presencia me tranquiliza. Nunca me guarda rencor, aunque yo lo castigue con firmeza, siempre espera mi regreso y nunca me exige nada. Aun cuando sólo duerme a mi lado, me comunica su amor”.
Estaba tan absorto en expresarle mis sentimientos a la roca, que no me di cuenta de que el bosque estaba ahora brillante, iluminado por una luz más blanca que la del sol. Cuando mis ojos se acostumbraron a la claridad, percibí la cara de la luna cubriendo todo el cielo. Estaba tan cerca que quizá hubiera podido tocarla. Me miraba con ternura. Sin decir una palabra, comenzó a llorar. Su llanto era abundante y de plata, y formaba ríos que atravesaban el bosque.
“¡Gracias!”, grité con fuerza y salté de la piedra. Corrí con toda la energía que tenía. Mis latidos iban aún más apresurados que mis zancadas. Todo cuanto era tocado por ese torrente resplandecía. Cuando llegué al árbol y sus raíces fueron cubiertas por la plata, comenzaron a moverse y a salir de la tierra. El robusto tronco se abrió en dos y en el centro, agitando su cuerpo serpenteante, estaba Raico, gimiendo de felicidad. Al verme saltó hacia mí, empapándome a lengüetazos.
El árbol hizo un ruido portentoso al quebrarse. Ramas, hojas y raíces se convirtieron en fulgurantes plumas de espectacular tamaño. Segundos después, lo que antes era madera y vegetación, ahora era un gran búho que aleteaba con vigor. Alzó el vuelo, y junto con la luna, comenzaron su trayecto hacia el manto de la noche.
Raico y yo volvimos a casa. La luz de la luna continuó iluminando nuestro camino. Y desde entonces, constantemente observamos el cielo durante las noches claras. Ahora la luna viaja acompañada de una radiante estrella. Raico y yo somos inseparables.
Hermoso cuento!!!
Lleno de amor, ternura y fidelidad.
Gracias por seguir escribiendo.