Vivían en el salón de los espejos. Era profundo, rojo, triste. Todos esperaban al rey para hacerle su petición más asombrosa, pero él se ausentaba por décadas y los espejos tomaban la forma que soñaban; eran libres de imaginar qué querían hacer. Había espejos de muchos tamaños, colores, enmarcados en diferentes materiales, afligidos, alegres, derrotados, avaros, entrañables, y todos diafragmaban la luz. El miedo era vaciado en caudales de microscópicos reflejos, cuya náusea asomaba para mirar las manos que les crecían a los cristales vestidas de deseos.
Algunos extendían las piernas y se reunían a bailar en el espejo de color azul cobalto. La mujer vieja y el hombre que pintaba paisajes platicaban sentados en un banco dentro del espejo blanco. La niña risueña decía su nombre una y otra vez frente al espejo de la esperanza. El hombre solo tocaba sus arrugas y lloraba. La pareja se abrazaba frente al espejo sin saber que otro mundo los miraba. La palabra dorada de la abuela corría tras la Casiopea. El nuevo día de las personas se asomaba primero en el salón para luego caer como cascada al mundo. Nadie lo sabía, pero los sueños se repetían incesantemente en otros días que no eran de ellos.
Las caras estaban soñando que eran espejos con aristas inconclusas. Los dedos pintaban en otros rostros facciones perfectas. Algunos espejos acariciaban los poemas que escribían los humanos y sacaban a sus mascotas a pasear en la tarde tornasolada de colores.
En tropel, la cadencia de la música formaba parte de los espejos. Se movían lentos, suaves, organizados en olas y espuma que cubría el salón. Todo era oceáno, y los reflejos, el principio, la metáfora, la imposibilidad, eran gotas de agua diamantada en el espejo líquido.
Como peregrinos del deseo, los cuerpos se dejaban acariciar por los arquetipos nuevos, prolongando cada espasmo en esbeltos desafíos de ser espejos, sin romperse, sin estremecer los latidos del retrato vecino.
Había un espejo altísimo. Era un arrecife marino, cordillera del origen de palabras, del beso en el espejo como río de letras, de deidades y de humanos. Espejos de fragancia de nube, cítaras en espejos desnudos, luz de estrella en espejos pequeñitos.
En armónico oleaje todos danzaban unidos. Debajo de los espejos, otros espejos terrestres que alargaban los cuerpos, alzaban los besos que se daban en los espejos desnudos. Estaban atrapados en un sinfín de sueños, ilusiones que manaban de los brillos y daban cadencia a más sueños, más espejos que se volcaban a reír como pequeños cuando aprendían a caminar.
El espejo anochecido cantaba a los abismos. El espejo guerrero buscaba el fuego del ánimo, el espejo del éxtasis deseaba estremecer al hilo de los triángulos. El espejo escritor sólo leía.
El espejo del silencio abrió las manos de fuego y todo quedo en silencio en el salón majestuoso.
Sólo quedaron los espejos dormidos.