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Pasaje al infierno

Pasaje al infierno

Godofredo Rojas

Caminaba casi dos kilómetros saliendo del Colegio de Bachilleres No. 1, “El Rosario”, al filo de las dos de la tarde, a veces bajo el sol inmisericorde de los veranos para tomar el camión que me llevaría hasta el centro de Tlalnepantla, al final de la avenida Sor Juana Inés de la Cruz. Ahí esperaba en promedio unos cuarenta minutos para tomar otro camión hacia mi destino final, la casa de mamá en Tultitlán.

Llegaba a la base —quiero decir, de donde arrancaba la ruta— a esperar, con otros pasajeros formados en la acera, ordenadamente y casi tomando distancia como lo hacíamos en la primaria, hasta el momento en que el “despachador” —el tipo que controlaba la entrada y salida de los camiones— nos consintiera abordar e iniciar el viaje. Me tomaría cerca de hora y media y doscientas escalas llegar a casa.

Subíamos entre ocho y diez personas. A veces me topaba con un compa que se sentaba en los primeros asientos, detrás del chofer; después descubrí que lo hacía para que, cuando el camión estuviera lleno, y tocara su turno de bajar, ir hacia la puerta trasera haciendo el consagrado ejercicio de darles el raspón a las chicas que encontraba en su camino.

En cambio, yo me sentaba en los asientos de atrás, cerca de la puerta de la bajada, justo para no batallar en mi parada. Me ponía de mal humor pasar entre la gente, “con permiso, con permiso”, y no se hacían a un lado, unas veces porque no querían moverse y otras porque era imposible. En el trasporte público el espacio personal es un concepto perdido.

Arriba del camión esperábamos unos minutos más, nunca entendí por qué. Un día le pregunté al chofer y me dijo que no podía salir hasta que más o menos estuviera lleno el camión. La verdad, no sé por qué esperar si unas cuadras más adelante éste se ponía hasta la madre de gente.

Ese día de mayo, recuerdo, un momento antes de salir vi subir apresurada a una chica, con las palmas de las dos manos cubriendo su rostro y la cabeza agachada; protegida de la mirada del resto de los pasajeros, parecía que lloraba. Fue directo hasta el último asiento, ese que cruza todo el largo de la parte trasera del camión.

Detrás, un hombre pagaba al chofer dos boletos, el propio y el de la chica que acabo de mencionar.

Unos segundos más tarde, el hombre buscó a dónde se había ido la mujer y se dirigió con rostro francamente encabronado. A medio trayecto empezó a gritarle, sí, a gritarle, como si fuera un vendedor callejero, cosas como que ella era una puta, nalga pronta, que era una suripanta, putilla de burdel.

Traté de substraerme de la escena. Total, por un lado, no sabía de qué iba el asunto; por otro, sé de mi innata habilidad para meterme en problemas, sobre todo en asuntos que no tienen nada que ver conmigo.

Escuché el sonido seco, brutal, violento, que produce el golpe de una mano sobre un rostro. Luego otro, una lluvia de cinco o seis golpes a mano abierta sobre la mujer que buscaba protegerse como fuera, con las manos, ocultando el rostro, bajando la cabeza, para aspirar al menor daño posible. 

La mujer pujaba, contenía el llanto, el dolor, el único ruido que salía era un estertor, como un espasmo del alma.

Siguió golpeándola; ella gritaba, ahogada: “ya te dije que es un compañero de trabajo que me acompañó al camión”, alcanzó a decir y se movió tratando de hacer distancia para esquivar el granizo que caía continuo y con violencia.

Ella se enconchó, indefensa, en la esquina del camión. El hombre se acomodó y recargó una rodilla en el asiento para tener un mejor ángulo y le siguió tundiendo.

—Oiga no le pegue, la va a lastimar; arreglen sus problemas de otra forma — una señora de unos 50 años le gritó e hizo el amago de detenerle el brazo, pero él se zafó con un movimiento brusco.

—Cállese pinche vieja metiche — reviró el agresor.

Fue imposible ignorar la escena. Otro tipo y yo nos paramos y nos pusimos de frente al hombre para tratarlo de contener.

—¿Qué?, ¿ustedes también quieren hacerla de su sancho? — nos dijo, al tiempo que sacó una pistola y la paseó por enfrente de nosotros.

El camión, inexplicablemente, había iniciado su recorrido.

La mujer siguió llorando mientras, por entre los dedos de la mano, se fugaba la sangre espesa que brotaba de alguna parte de su rostro.

Hice el amago de dar un paso hacia adelante y solo conseguí que me apuntara directamente. Sostenía con las dos manos el arma y la colocó justo frente a mis ojos. Vi, en primera fila, el cañón oscuro, un túnel largo sin luz que presagiaba la tragedia.

De repente, el camión se detuvo. El chofer, inteligente, lo había hecho en un módulo Tecalli de la policía municipal.

Dos policías abordaron rápidamente, por la puerta delantera, con pistola en mano. Los pasajeros solo atinamos a agacharnos y escondernos entre los asientos. Era eminente que iban a soltarse los cabronazos en cualquier momento. Yo seguía observando de reojo la escena.

Los policías le apuntaron al hombre, el hombre a los policías y les gritaba que no era su pedo, que era un asunto particular. Ambos se fueron acercando al centro del camión,

El chofer abrió la puerta de atrás y un tercer policía subió y de inmediato se abalanzó sobre el golpeador. Se escapó un disparo que retumbó por todo el camión. El policía le quitó el arma al agresor, quien, en reflejo, estiró la mano y tomó de los cabellos a la mujer.

Los tres policías bajaron al sujeto y lo metieron en el módulo Tecalli, pero el agresor, en su desesperación, sujetó con más fuerza a la mujer y la llevaba arrastrando como cavernícola. Ella gritaba de dolor. No supe el desenlace, porque los vi perderse en la caseta.  Una escena sacada de los círculos del infierno de Dante.

Nadie de los que vivió el incidente comentó nada más, seguimos en silencio hasta nuestro destino.

De acuerdo con las cifras del INEGI, en 2021 éramos 128 millones de mexicanos, de los cuales 65.5 millones eran mujeres; de esta cifra, el 50.1% corresponde a edades de 15 años y menos. El 77.1%, manifestaron que al menos una vez han sufrido de violencia psicológica, física, patrimonial, económica o sexual, o bien, discriminación. Son los números del horror.

El asunto desde entonces ha empeorado; ahora las matan, los casos de feminicidios se incrementan cada sexenio en forma exponencial. Solo en agosto de 2021 hubo 112 casos, más de tres por día. Es evidente que se tiene que hacer algo serio, no vayan a salir con una campaña moralizante como la que había de “abrazos no balazos”, algo que podría ser como “besos no madrazos”.

Esa noche, recostado en la litera de arriba de mi cuarto, casi con la nariz en el techo, sin horizonte, reflexioné sobre las cosas que habían ocurrido y que me hubiera gustado tener la habilidad física para desarmar y someter al tipo.

Por primera vez vi a un hombre golpear una mujer. Con los ojos cerrados podía ver la sangre espesa encharcada en aquel rostro. Podía ver teñida del mismo color las manos del hombre.

Oí a mamá darme las buenas noches, recosté mi cabeza en la almohada y enseguida escuché en la nuca el sollozo, el grito desesperado de la mujer.

Ah, también por primera vez me apuntaron con un arma. Se siente bien Kool-Aid.

Publicado en Crónica,Godofredo Rojas

6 comentarios

  1. Dr. G

    Muy buena narración que envuelve y lo sitúa a uno en el camión . Pude ver la escena como si hubiera estado sentado a una fila del teatrito y también me pregunté “qué hubiera hecho yo?”

  2. Karla

    Espantoso ! Pareciera como una historia de miedo pero es la realidad de este y muchos otros países . Lamentablemente es lo que vivimos hoy en día y pues viene de hace mucho tiempo .

    Nuevamente me sentí en la escena con tantos detalles que da el escritor , cada escena la viví en mi cabeza .

    Me gusta que se hable de este tipo de cosas en la que nos encontramos viviendo y que por este medio de lectura se haga ver cómo en realidad es vivir lo que se sinte viajar en transporte público .

    Ahora me quedaré en suspenso !! Que habrá sido de aquella mujer y el sujeto aquel ??

  3. Aura Margarita Martinez Chávez

    Me encantó la narración de un dia cualquiera que se vive en la ciudad de México, me parece fluida y muy inteligente la forma en la que el autor dibuja una escena terrible de violencia pero internalizandonos en la visión del protagonista. Felicidades a Godofredo, de muy buen gusto su escritura ✍️

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