Eleazar moldeaba cuidadosamente su copete frente al espejo. La viscosa vaselina entre sus dedos limpiaba los residuos de la espesa sangre de Isabel y los enviaba al caño. Sus manos aromatizadas ahora estaban irreprochables. La mirada de Isabel era apenas una ranura que se lanzaba por la ventana, y la esperanza corría tras ella impulsada por un vigoroso cansancio que la urgía a escapar.
En cuanto la estilizada zancada del impecable garañón cruzó el marco de la puerta, Isabel obligó a sus moreteadas piernas a olvidarse del tormento y huir.
Los días, la quietud y el árnica, ayudaron a que Isabel ahora dictara su biografía con palabras más amorosas.
Volvió al departamento a recoger sus pocos muebles sobrevivientes. Las pisadas de los muchachos de la mudanza fracturaban sonoramente los pedazos de vajilla que se mantenían en cuadro plástico, interpretando aún su papel en la pelea.
La joven pensaba que sólo quedaban cicatrices, pero la presencia de su exsuegra, con su arrebatada mirada, le mancilló las llagas y los ojos. El miedo, el rencor y la impotencia remolinaron nuevamente en el estómago de la muchacha. “Isabel, vengo a que me devuelvas el vestido de novia que te compró Eleazar. Él tiene derecho a rehacer su vida y se va a casar con una buena mujer. Además, dudo que tú lo vayas a necesitar algún día”.
Pensó en decenas de ofensas que vomitarle en la cara, pero se detuvo cuando vio la insulsa figura de Eleazar recargada en el poste de la esquina, con su estúpido humo de cigarro, su estúpida actitud, reflejo de sus estúpidos pensamientos. Regresó a la casa, sacó el vestido, que estaba guardado con el forro hacia fuera, para conservarlo mejor. Incrédula, descubrió unas adaptaciones y composturas de las cuales no se había percatado. De sus ojos manaron algunas lágrimas que depositaron su salada frustración en los remiendos de la reciclada prenda.
Días después, una flamante y emocionada novia se probaba el vestido. Cuando la seda se deslizaba en su delgado cuerpo, una mancha roja en el forro, la hizo detenerse. Retiró el vestido y lo volteó para revisarlo. Escrito con labial, sobre el liso, un vistoso letrero escarlata le advertía:
“¡No te cases, Eleazar es un golpeador!”.