Nunca se le vio estudiar. Prepararse para los exámenes lo consideraba una pérdida de tiempo. Podría tener las mejores notas, sus procesos mentales eran rápidos y precisos, pero no, prefería dedicar su tiempo a cosas más placenteras. ¿Para qué llenar su mente con datos inútiles si con la inteligencia artificial resolvía todo?
Le apasionaba el riesgo de copiar, plagiar o sacar un acordeón sin que los profesores se dieran cuenta, sentir la adrenalina cuando los exámenes eran custodiados o revisaban sus trabajos. Era como una droga a la cual ya era adicto.
Como no le permitían usar el celular en las evaluaciones, a su goma de borrar le hizo un compartimento para poner adentro pequeñas notas, en la botella de agua introdujo un acordeón en medio de la etiqueta, en el bote de jugo ideó una puerta falsa en cuyo interior cabrían hasta cuatro cuartillas impresas, cortadas y enrolladas. Afirmaba poder leer los movimientos de la mano de sus compañeros cuando escribían. Conforme fue creciendo, perfeccionó su ingeniería del engaño y la suplantación. Sus argucias eran cada vez más sofisticadas e imperceptibles. Creó toda una mafia que traficaba con exámenes, ensayos, resúmenes y con alumnos aplicados que ocupaban el lugar de quien pudiera pagar la suplantación en las pruebas.
Un día su suerte comenzó a desaparecer. Con toda tranquilidad y la seguridad de haber copiado bien las respuestas del celular que tenía escondido bajo la carcasa de una calculadora, entregó su examen. “Faltó tu nombre”, le indicó el profesor. Tomó la prueba, escribió su nombre, la volvió a entregar y caminó hacia la puerta. “De verdad, si no escribes quién eres, es como si no lo hubieras presentado”, le indicó nuevamente. Regresó aprisa. El espacio superior permanecía vacío. Volvió a llenar la línea faltante, despacio. Revisó con detenimiento las hojas para cerciorarse que no fuera una treta del maestro. Al momento de entregárselas, ante sus ojos, el texto que acababa de redactar se desintegró en partículas que se arremolinaron hacia el techo. Jaló con avidez el legajo y se dispuso a transcribir su nombre por tercera vez… se detuvo… se quedó pasmado… No recordaba su nombre. “Es imposible, ¿cómo me llamo? ¿cómo me llamo?”
El salón se nubló y los papeles en sus manos se tornaron de un blanco a un molesto brillo que lo cegaba. Las letras se desprendieron de las hojas y comenzaron una burda danza aérea frente a sus ojos, formando volátiles palabras que aparecían momentáneamente: “¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? ¿Quién eres? Eres nadie. Eres una copia, una copia malhecha. Un copy–paste. Una persona falsa. No existes.¿Te das cuenta? No sabes qué poner en Nombre”.
La nube se disipó. Todo volvió a la normalidad. El salón permanecía en silencio y el instructor le seguía mirando, “¿qué pasó, va a entregarlo?”. Seguía sin saber quién era. Con las manos tambaleantes sacó su identificación de la mochila. No podía creer lo que pasaba, los espacios donde deberían esta fotografía, nombre, número de matrícula y firma, ahora estaban en blanco. Estrujó el examen entre las manos y salió corriendo.
Anduvo sin destino por un rato. “¿Quién soy? ¿Quién soy? No es posible que no recuerde mi nombre”, repetía sin parar. Decidió ir a su casa y buscar algo que pudiera darle identidad. Abordó un camión y se afianzó del tubo, con la cabeza gacha sin saber qué estaba pasando.
“¿Cuál te falta? ¿Te la paso? ¿Sabes qué poner en Nombre?”, escuchó una voz que le hacía eco en su cerebro. Al levantar la cabeza, se dio cuenta que todas las personas tenían su propia cara. Todos eran su mismísima copia. Con burla, le preguntaban al unísono, con monótona insistencia: “¿Sabes qué poner en Nombre? ¿Te paso esa? ¡A poco no te la sabes!”. Las palabras impresas en los letreros del bus empezaron a desprenderse y volaron por el aire, las letras se revolvieron y nuevamente formaban palabras etéreas: “Eres una copia, te pirateamos, ¿quién eres? ¡Nadie!”. En cuanto pudo, se apeó y continuó corriendo.
Con el aliento agotado, llegó a casa, sacó sus llaves. No podía abrir. “Relájate, relájate”, se decía sin poder entender nada. Entreabrieron la puerta desde el interior. La sorprendida mirada de su mamá se asomó por el castigado espacio. “Dígame, ¿qué se le ofrece?”, dijo una señora, casi gritando, como para que los vecinos se dieran cuenta del suceso. “Soy yo, mamá, soy yo ¿no me reconoces?”, le respondió. La mujer cerró la puerta de golpe y desde el interior gritaba amenazas, mientras intentaba marcar en su teléfono. “Váyase, no sé quién es usted, le estoy marcando a la policía”.
No hubo más opción que continuar huyendo, quién sabe durante cuánto tiempo, por calles que cada vez reconocía menos.