“Pueden más dos tetas que dos carretas”.
Dicho popular mexicano.
Llego a la estación de trabajo de Camilo, el bolero, y lo encuentro puteando, maldiciendo, avienta las grasas, los cepillos, el tinte, el jabón de calabaza con violencia hacia el interior del pequeño cajón que tiene debajo del asiento del cliente.
No me contesta el saludo cuando me subo al estante para sentarme y lo miro de soslayo mientras me acomodo; le pregunto: “¿Ahora tú qué te pasa, qué pedo traes?”.
Sigue sin contestarme, no me mira y sigue aventando cosas al cajón ahora con menos violencia. Se limpia las manos en su uniforme azul marino que ahora brilla desgastado.
Conozco a Camilo desde hace 8 o 9 años, voy cada lunes a bolear mis zapatos a su puesto, que tiene en la esquina de Insurgentes y Yucatán. Nuestra relación está construida sobre los cimientos sólidos de la confianza y los más altos estándares éticos de profesionalismo. Me lustra los zapatos hasta sacarles brillo de diamante y yo lo escucho los quince o veinte minutos que dura su actividad, como un psicólogo experimentado (aclaro que soy publicista) y lo aconsejo con la mayor de las seriedades y con base a mi experiencia. Tengo 48 años y Camilo, 31.
Así mientras me unta la crema El Oso en los zapatos, con vigor y ritmo, hasta culminar con el chirrido que deja el último trapazo, me ha ido desvelando parte de su vida. Sé que vive en Ecatepec y sufre como nadie la escasez de agua, el tráfico del Estado de México y el de la ciudad de México, y que le toma casi dos horas llegar a la esquina que es de su propiedad, a su mueble y al paisaje urbano.
Sé de sus papás, de la época en la que no pudo seguir estudiando y tuvo que trabajar en diferentes oficios hasta llegar de bolero, hace ya diez años. Tiene un hijo que va en quinto de primaria en una escuelita, “allá por mi casa”, me explica. Observa en asientos de primera fila los desfiles y manifestaciones de todo tipo: electricistas, maestros, trabajadores del IMSS, burócratas, en pro del orgullo gay; todo ha pasado por las aceras frente a su módulo de limpieza.
Me reporta las incidencias con precisión de reportero consumado. Le creo más a Camilo; por lo menos me da una visión diferente de la noticia.
En esa esquina, las tres luces del semáforo controlan al mismo tiempo el tráfico de la transitada calle y la salida a escena de una especie como de circo urbano.
Verde, primera llamada. Hay un lanzafuego que prepara una botella con gasolina y se limpia la boca con una mugrienta estopa. Dos niños vestidos de payasos con globos en los glúteos se maquillan rápidamente y ensayan su grotesco acto. Un par de personas más preparan sus cajas de dulces para colarse entre los coches y hacer su vendimia. Segunda llamada, amarilla; casi todos listos, últimos ejercicios de calentamiento, afinan detalles. Luz roja, señal inequívoca de la tercera llamada. Comenzamos, todos a escena, empieza el circo de tres pistas.
Camilo continúa serio, aunque ha empezado a limpiar mis zapatos con el jabón de calabaza; es obvio que algo sucede. No me ha acercado el periódico, como lo hace siempre para abrir el diálogo, haciendo comentarios de las mujeres en tanga que aparecen en los interiores. En otra circunstancia me hubiera preguntado “¿Cómo ve, don Alejandro, a la güera? Está que se cae de buena, ¿no? ¿Usted qué cree, patrón, serán naturales sus chichis?”.
Nada. Asumo con tranquilidad mi rol de psicólogo experimentado.
“¿Ahora? ¿Qué te pasa hermano?”. Escucho que hace una respiración profunda. Finalmente alza la vista y comienza a hablar en forma atropellada. Sus labios tiemblan como cuando tienes coraje acumulado por algo y lo quieres liberar.
“Es que no sé si decirle, patrón. Bueno, usted es de confianza y mejor sí le digo, aunque va a decir que me pasan estas cosas por pendejo y calenturiento, pero tengo que sacar esto que me está quemando el estómago y me llena de muina; va a decir lo peor de mí, pero ganado me lo tengo”.
Se relaja un poco. Empezar liberó una válvula donde la presión sale rápidamente.
Suspende un momento el aseado de mi calzado y empieza a contarme, gesticulando con las manos, lo que había ocurrido unas horas antes.
“Era una diosa. Aquí patrón, aquí mero”, señala la orilla de la banqueta cerca de su estante, “se paró un taxi. Entonces bajó esa mujer con una minifalda, así de cortita, y deja ver un par de piernotas, así”, hace un círculo con las dos manos, “buenísima la cabrona.
”¿Qué le digo, jefe?, si desde que bajó le alcancé a ver unos calzoncitos blancos, así de chiquitos; clarito le vi hasta unos pelitos saliendo, no pues, ahí me quedé enganchado. Estaba atendiendo a un cliente y dejé de hacerlo para seguirla con la vista, para seguir mirando ese par de piernas sin medias acercarse a mí, yo aquí abajo en el banquito viendo en primera fila esa faldita corta y esas piernas que dejaban ver lo mejor de esa diosa; y ¿qué cree, patrón?, esas piernitas se dirigen hacia a mí, pues sí ¿cómo ve?, cuál es mi sorpresa que se para justo aquí, frente a mi banquito, pues no, yo todo nervioso, volteo para mirarle la cara y de paso le doy otra ojeadita al triangulito blanco, ahí abajo, y ya, la miro a la cara, bonita, de ojito claro, y luego, ¿qué cree?, es a mí al que se dirige con una vocecita bien suavecita, me dice: ‘Hola, amigo, ¿me puedes cambiar este billete de 500 pesos para pagarle al taxi que no trae cambio’. ¿Cómo ve, patrón? Sin pensar le digo que sí, pues cómo iba a pensar con eso enfrente, usted me entiende, y empiezo a juntar el dinero de la bolsa, de la cartera, de las monedas del cajoncito del sillón de boleo, de todos lados, medio haciéndome pendejo para tenerla aquí y seguirla viendo.
”No pues, ya, le cambio el billete y lo guardo en mi cartera rapidito en la bolsa de atrás de mi pantalón para no quitarle los ojos de encima, y luego, ahí viene la cosa, pues se va y yo sigo con la vista ese culito, hasta que se vuelve a subir al taxi, y me digo: ‘Ah, chingá, ¿por qué se volvió a subir?’, se me hizo raro. Ahí viene la cosa patrón. Mientras terminaba el servicio del cliente que estaba haciendo, empiezo a tener una sensación rara, aquí en el estómago, y cómo le digo, aprieto el culo, empiezo a sudar feo. Cuando el cliente se va, entonces así, como de instinto, o no sé cómo, saco la cartera y veo el billete y veo claramente por qué empezaba con esa cosa en el estómago y en el culo, me doy cuenta de que el billete es falso, falsísimo, un pinche papel pintado así, burdo, como de turista mundial, ¿me entiende?
”Ahí me tiene, patrón, me estaba cociendo en mi aceite, de pendejo calenturiento no me bajé, 500 pesos son como tres días de trabajo, y ¿sabe qué?, lo peor, estaba juntando porque le tengo que hacer a mi vieja un ultrasonido porque estamos esperando nuestro segundo hijo, y cómo voy a decirle que perdí el dinero así por así, 500, imagínese, me corta los huevos.
”Entonces se me ocurre pasarle el paquetito a otro más pendejo que yo, y ya ve que hoy viernes está el tianguis; y se me ocurre ir a comprar unas verduritas aquí con el marchante que es mi amigo, y ahí voy. Me compro unas calabazas y unos chayotes y le pago al verdulero con el billetito que le cambié a la piernuda, y me dice el verdulero: ‘Qué pasó, mi Camilo, ¿ahora por qué anda en la compra de verduras?’, y se me ocurre decirle que me quiero hacer vegetariano, y pues claro, no me cree y agarra el billete y lo pone así, contra la luz del sol y me dice: ‘Qué pasó, mi Camilo, este billete está más falso que un político, no me quieras ver la cara’.
”Puta, pues me hago pendejo y le digo: ‘Ay, ay, perdón, no sabía que era falso, no me di cuenta, ¿en qué lo notaste?’. Le pago con otro billete, de a de veras pues, y me voy con la cola entre las patas y más encabronado que antes, y ya en mi cabeza el ultrasonido de mi hijo, y qué le digo, jefe, el billetito me empezaba a quemar, así, como si fuera un carbón ardiente en las manos. Entonces pensé que tenía que entregarle el billete a otro más pendejo que yo, y no tan listo como el de las verduras.
”Luego, patrón, viene un cliente, así como le digo, con unos pantalones de mezclilla, unas botas vaqueras de esas picuditas, camisa vaquera también, chaquetita de cuero café, la mano llena de anillos de oro, una cadena así, gruesa, de oro también, caminando como pato, ¿sabe a qué me refiero? Por lo menos la pinta la tenía bien ganada, y entonces se sube al banquillo y pienso: ‘A este le paso el regalito de la piernudita’.
”Le boleo los zapatos y le hago la plática, así en confianza, y ya que termina me paga los 20 pesos de rigor y entonces le digo: ‘Oiga, jefe, ¿no me haría favor de cambiarme este billete de 500 pesos?, es que no tengo cambio para la clientela y es un problema luego’, ¿y qué cree jefe?, se mete la mano a la bolsa y saca un fajo de billetes, así de grueso, de todos colores y sabores y me dice: ‘Claro que sí’, y me entrega billetes de 100 pesos y de 50, y completa los 500 pesos y yo pienso: ‘Ya chingué”, y en eso, ya para irse, pone el billete falso sobre el fajo de billetes, y ya para meterlo a la bolsa del pantalón, se da cuenta que no le checa.
”No dice nada y me regresa mi engaño, y en eso la cosa se pone color de hormiga, porque el compa hace un movimiento por debajo de la chaquetita de cuero y me saca una pistola, sí, una fusca enorme y me la pone aquí mismo, en medio de mis ojos, entre ceja y ceja, y me dice: ‘Mira, cabroncito, no son los 500 pesos, me vale madre, lo que me molesta es que me quieras ver la cara de pendejo y eso nadie, ¿oyes?, nadie, regrésame mi lana’.
”No pues yo con los huevos de moño, sudando a lo cabrón, casi me cago, y prontito le devuelvo su dinero y le digo: ‘Disculpe’, y ya me callo, se da vuelta y se va guardando su fusca en la chaqueta. No pues ese perro era bravo y le pateé la reja.
”Le sigo contando, patrón, ya desesperado, empiezo a pensar a quién chingados le endoso el pedo, y entonces se me ocurre una idea brillante, alguien del gremio, otro pinche bolero igual de pendejo que yo o más. Entonces le cierro aquí el cajón y le pongo la cadena para asegurarlo, y me voy caminando sobre Insurgentes a buscar otro compa bolero. A seis cuadras lo encuentro. No tiene servicio y me acerco y le digo: ‘Quiobo hermano, oye, ¿me puedes cambiar este billete de 500 pesos para darle a cambio a un cliente que no tiene uno chico y ya le hice el servicio?’.
”Me mira así primero, como burlándose de mí y luego me dice, ya de plano riéndose en mi cara: ‘A ti también te hizo pendejo la vieja de la minifalda’. ¿Cómo ve? También a él se lo chingó, y me dice, ya cagado de la risa: ‘a todos los boleros de Insurgentes nos hizo así, nos chingó de la misma manera la vieja esta, muy buena pero muy cabrona’.
”Nada más atino a preguntarle a él con cuánto se lo habían chingado, y se super caga de la risa y me dice: ‘No pues a mí, nada más con 200’, y ya sabe, a mí con 500 y eso me deja la etiqueta del más sonso. Por eso estoy encabronado, señor”.
Le aconsejo que deje pasar el mal momento y se enfoque en trabajar y sacar la lana para el ultrasonido de su hijo. Asiente resinado, en silencio me cobra y sólo nos damos la mano sin decir una palabra. Alcanzo a palmearle el hombro y agradece con una leve sonrisa mi gesto de solidaridad.
*****
Son casi las 7 de la noche de un día largo para Camilo. El billete aguarda mentiroso en la cartera de lona en la bolsa derecha trasera de su pantalón. Como él mismo piensa, es una brasa que le quema, que le recuerda lo fácil e infantil que fue estafarlo.
Comienza a guardar sus instrumentos de trabajo en silencio y trata de seguir la recomendación de su cliente Alejandro, de dejar pasar el incidente. No juntó para el ultrasonido, solo 150 pesos más en toda la deprimida tarde.
Empuja, como todos los días, el carrito de boleo hasta el estacionamiento de Alvaro Obregón e Insurgentes donde le hacen el favor, por 500 pesos al mes, de guardarle su estación de trabajo.
Un poco antes de llegar a esa esquina, un niño de unos 11 años, mugriento de su ropa, con camisa y pantalón rasgado, y una gorra con la visera echada hacia atrás, que trabaja en el circo urbano limpiando parabrisas, y que aprovecha como nadie el factor sorpresa, se entromete en los pensamientos de los automovilistas para romperlos, brincando sobre los cofres al disparo de salida de la luz roja del semáforo. Está sentado en la acera, recargado contra la pared del estacionamiento, le pregunta a Camilo si quiere cooperar con algo, pues no sacó más que 30 pesos y eso no le alcanza ni para el pasaje.
Camilo lo mira un instante, lo ve abatido de ir y venir serpenteando por las calles y entre los coches, quizá hambriento, quizá sediento, quizá hasta la madre de ser artista o protagonista de una de las pistas.
Camilo, instintivamente, saca la brasa de la cartera, que cada minuto que pasa arde más y se la entrega.
El niño ilumina la noche con la mirada y con una sonrisa de incredulidad por la generosidad de Camilo, lo abraza espontáneo y le pregunta: “¿Es neta?”, y lo vuelve a abrazar.
El niño se da la vuelta y amaga con ir por su mochila que dejó en la acera donde estaba sentado.
Camilo lo mira con ojos tristes y apenados, trata de mantenerse ajeno a la felicidad del niño, pero finalmente cae en su propia mentira. Le dice que se acerque y le regrese el billete. El niño se niega y le dice: “El que da y quita, con el diablo se desquita”. Esconde el billete, pero Camilo le dice que es falso, de a mentiras, que no vale nada, lo invita a mirarlo y el niño lo hace y se da cuenta del engaño.
“No mames, entre nosotros no nos chingamos, qué ojete”.
“Eso mismo”, le contesta Camilo, “no quiero chingarte. Mira, traigo 150 del día, toma 100 y me quedo con 50 para el pasaje de regreso a mi casa”.