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¡Ay, Brenda! ¿Por qué?

¡Ay, Brenda! ¿Por qué?

Felipe Díaz

Uno como que presiente cuando las cosas no andan bien con la pareja. Yo llevaba varias semanas con la cosquillita de que ella traía algo a escondidas: no me sostenía la mirada, se encerraba en el baño con su celular, en la cama nada de nada desde hacía tiempo, se iba con sus amigas o con su familia y llegaba bien tarde, de repente oliendo a cerveza, a veces muy callada y otras platicando de mil cosas irrelevantes.

Una mañana, apenas me había despertado, ella estaba ya bañada, con tacones, perfumada y con una ropita de encaje bien provocativa. “Y ora, ¿pues a dónde vas tan cachonda?”, le pregunté, aunque, la neta, más bien era reproche. “¡Ay, Raúl! ¡Cálmate! Nada más voy con la tía Ofelia, sólo que no he puesto a lavar mi ropa, esto es lo que tenía limpio. ¡No seas mal pensado!”, respondió. Ya se imaginará usted, no pude trabajar a gusto ese día en el restaurante. Hasta diarrea me dio. Traía la mala espina, na’más pensando puras pendejadas. Mi mente estaba llena de nubes a punto de una tormenta.

Cuando había mucha clientela, salíamos por ahí de las once o doce de la noche, a mí me tocaba cerrar todos los días. Esa vez llegué a casa como a la una, y la condenada Brenda no había regresado todavía. Y pues, ¡a marcarle como loco a su celular! No respondía, no respondía, no respondía… Llegó tardísimo. Toda callada, como si ella estuviera ofendida conmigo, ¿sabe? Como si yo exagerara por andarla buscando. Traía el pelo desordenado y ya no se le notaba nada de labial, ni chapas, ni rímel… pero lo peor: empezó a quitarse todo para meterse a bañar y ¡estaba sin su ropa interior! Desde luego me puse muy león. Empezamos a discutir cañón. Ella no me bajaba de inmaduro, inseguro y controlador, y yo, de facilota, mentirosa, infiel… Esa noche la pasé en la sala, aunque no dormí nadita. Na’más pensaba “¿con quién me anda poniendo el cuerno esta cabrona?” Porque no supo darme razón de su ropa interior, pero eso sí, se hizo la indignada.

Los días siguientes, en la chamba, andaba todo menso. Tomaba mal las comandas, cobraba de más o de menos, se me caían los cubiertos, entregaba los alimentos equivocados… y pues me llamó el gerente: “¡Quiubo, mano! Andas todo distraído desde hace días. ¡Mírate al espejo, ‘tas todo flaco y jodido! ¡Ponte las pilas! Ya se quejaron con el dueño. Aquí anda, quiere que subas a verlo”.

El segundo piso era un desmadre: cajas con botellas de vino, aceite, refresco, montañas de latas; mesas y sillas rotas; bolsas con desechables… Apenas si podías hacerte paso a la oficina de la contadora y a la de él… Al pasar con el jefe, atrás de mí, entró el chofer: “Listo, patrón, ya le deposité lo que me dijo”. Puso en la mesa unos papeles y una pistola, chiquita, pero se veía de a devis. El don guardó los papeles en un cajón y el cuete en un espacio que quedaba abajito del descansabrazo de la silla. “¡Órale!”, pensé, pero por si las dudas, yo hice como que no había visto nada.

Con don Alfredo solté todo lo que traía. Él me había ayudado tanto desde chamaco, que lo veía como mi padrino ¿sabe? O ¡yo qué sé! Quizá sólo necesitaba despepitar toda la ansiedad, frustración… coraje. Le conté todas las veces que Brenda me había hecho sentir incómodo y sus extraños comportamientos. “Pues sí, Raúl, pero no puedes andar así como zombi en el trabajo. Si lo que quieres es salir de dudas, ¿por qué no le pagas a un investigador para que la siga? Así sabrás si sólo son suposiciones o en verdad hay algo. Y si sí, pues ya rehaces tu vida y sigues adelante. Mira, voy a pasarte el teléfono de un amigo que se dedica a eso, para que de una vez lo resuelvas. Es muy profesional y le diré que te cobre barato”.

El tal investigador, se llamaba Jorge, parecía más bien un padrote: pelo relamido, camisa floreada mostrando el pelo en pecho, la pinche cadenota, una loción que dejaba apestoso todo lo que tocaba y una cara de vividor, que no podía con ella… pero pues si don Alfredo me lo había recomendado, debía ser bueno. Acordamos el precio. Cobraba por cada día de seguimiento y me pidió una semana por adelantado, quesque para pagar cámaras de seguridad particulares y de la alcaldía. ¡Fue una buena lana!

Pasaban los días y yo: “¿Qué pasó, Jorge? ¿Qué has visto?”. “Nada, mi buen, todo en orden con tu vieja, se vio con unas amigas y ya”, “sólo fue al súper” o “tranquilo, estuvo en casa de una señora ya grande”. Al terminar la semana que le había pagado, le dije: “Pues hasta aquí, Jorge, si no hallaste nada, igual yo sólo me malviajo”. Pero, como era viernes, me propuso que le pagara sólo esa noche para que la siguiera, y ya. Acepté, ya que ella tenía desmadre con sus amigas.

Saliendo de la mesereada, también me fui con mis cuates a echar trago, y ¿qué cree? Ahí estaba el tal Jorge, chupando con dos viejas, risa y risa, ¡bien patrocinados con mi lana! Ya se imagina la encabronada que me paré, quería madrearlo, pero mis amigos me detuvieron, para no tener pedos con el jefazo.

Ya no podía dejar las cosas así con la Brenda. Estaba aferrado a salir de dudas, así que busqué otro investigador. En internet hallé uno que traía muy buenos comentarios de clientes anteriores. El Halcón, usaba de apodo. ¡Pinche mamón! Pero eso sí, ¡otra cosa!: “Me pagas por día, pero hasta que te muestre las fotos del seguimiento, con santo y seña del lugar a donde vayan”. ¡Pa’luego es tarde! Empezó ese mismo día. A propósito, me fui a casa de mi mamá para darle la oportunidad a mi chava. Como a eso de las once de la noche que me manda unas fotos: estaba Brenda bajando de una camionetota, un tipo le abría la puerta. En otra, iban caminando por la calle. Como que ya empecé a identificar al tipo y el lugar. Y pues ¡cómo no! ¡Si era don Alfredo y estaban entrando al restaurante! Ya ni vi las demás fotos, ni la ubicación que me envió. En chinga tomé un taxi para allá.

¡Ay, Brenda! ¿Por qué?

Al llegar, como yo iba directo a abrir el local, que sale El Halcón de su coche y me detiene. “¡Pérate, mano! ¿Qué vas a hacer?” “Es mi patrón. Aquí chambeo”, le dije. “Pero aguántate, con mayor razón aguántate, si es tu jefe, lo vas a tener agarrado de los güevos y puedes sacarle harta lana”.

Debí hacerle caso, oficial, debí hacerle caso. Pero ya era tarde, ya iba endemoniado. Que abro el restaurante sin hacer ruido. Abajo todo estaba normal, oscuro y en silencio. Me fui hacia las escaleras. Se alcanzaban a oír sus voces y sus risas. Subí con pies de gato, tratando de no tirar nada. Me fui escondiendo entre las cajas. Ni mi sombra se veía. En su oficina no estaban, seguí avanzando entre las cajas. De las risas pasaron a sonidos de besos y quejidos. Me iba poniendo peor y peor de emputado. Me asomé poco a poco a la oficina de la contadora. Ahí estaban los cabrones, a oscuras, pero la luz de la calle les daba de frente. Sus siluetas eran inconfundibles. Ella encuerada, sentada sobre el escritorio y el de pie besándole las chichis. ¡Me acuerdo y la sangre se me hace lumbre de nuevo!

“¿Qué hago? ¿Qué hago?” pensé. ¡Me las van a pagar toditas! Me eché para atrás igual de sigiloso, agachado, bien lento. Entré a la oficina principal, poco a poco. Respirando con la boca abierta, para no hacer ruido. Me acerqué a la silla, la giré muy despacio… y debajo del descansabrazo… saqué la pistola.

Publicado en Cuento,Felipe Díaz

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