Había una vez un niño llamado Sebas. Vivía en una ciudad llena de grandes edificios, puentes y carreteras. Desde que era pequeño, Sebas había tenido miopía, lo que significaba que veía el mundo de manera un poco diferente a los demás. Todo lo que estaba lejos de él se volvía borroso, pero su imaginación nunca dejaba de volar. A menudo, cuando miraba las grandes construcciones que dominaban el paisaje, las veía de una manera un tanto especial. Para él, esos enormes edificios eran gigantescas ballenas grises que nadaban por el aire, moviéndose suavemente de un lado a otro.
Una tarde, mientras paseaban por las calles de la ciudad, Sebas y su papá llegaron a una de las plazas más grandes. Desde ahí, Sebas levantó la vista hacia un rascacielos que se elevaba alto en el cielo, cubierto por una capa de nubes grises. “¡Papá, mira! ¡Una ballena gigante!”, exclamó emocionado, señalando con el dedo hacia el edificio.
Su papá sonrió y miró al niño con ternura. Sabía bien cómo funcionaba la visión de Sebas. “No hijo, eso no es una ballena”, respondió mientras caminaban por la plaza. “Son los edificios que hemos construido nosotros, los seres humanos”.
Sebas, confundido, exclamó: “Pero parece una ballena, papá. ¡Tan grande y tan gris! Mira cómo se mueve por el cielo”.
Su papá se agachó a su altura y lo miró con una mezcla de cariño ternura y preocupación. “Sí, Sebas, esas construcciones son muy grandes. Pero lo que me preocupa es que hemos llegado a un punto donde esas ballenas que ves están destruyendo lo que nos rodea. Las personas han hecho tanto por construir y crecer, que a veces olvidan lo que realmente importa”.
Sebas no entendía completamente lo que su papá quería decir, así que le preguntó: “¿Qué significa eso de destruir?”.
“”Significa que, al construir tanto, estamos usando recursos de la Tierra de manera que no le damos tiempo para recuperarse”, explicó su papá. “Los árboles que se talan, los océanos que se contaminan, el aire que se ensucia… todo eso afecta a los animales, como las ballenas, que ya no pueden nadar libres como antes. La gente ha olvidado cuidar el planeta”.
Sebas se quedó en silencio, mirando el rascacielos que ahora parecía menos una ballena y más una torre de concreto pálida y sin vida, aburrida, sin nada que ofrecer. Se imaginó a las ballenas nadando en mares cristalinos, pero entendió que ya no era así. “¿Entonces las ballenas ya no pueden nadar por aquí?”, preguntó con tristeza.
“No, hijo”, respondió su papá con un suspiro. “Las ballenas viven lejos de aquí, en el océano. Y muchas de ellas están en peligro. Pero aún hay esperanza. Si tan solo todos hiciéramos nuestra parte, si dejamos de destruir la naturaleza y aprendemos a vivir de manera más respetuosa con el planeta, tal vez, sólo tal vez, las ballenas, los árboles y los animales, podrían encontrar su camino de regreso”.
Sebas pensó por un momento y miró al horizonte. Aunque la ciudad seguía rodeándolos con su ruido y movimiento, él entendió algo importante. Las ballenas grises no eran simplemente enormes construcciones, sino símbolos de lo que pasaba cuando los seres humanos no cuidaban la Tierra.
“Voy a ser cuidadoso, papá”, dijo con una mirada decidida. “Voy a cuidar la naturaleza para que las ballenas puedan volver a nadar”.
Su papá sonrió, feliz de ver la comprensión en los ojos de su hijo. “Esa es la mejor decisión que puedes tomar, Sebas. Con pequeños gestos, todos podemos ayudar a que el mundo sea mejor”.
“Las personas han hecho tanto por construir y crecer
que a veces olvidan lo que realmente importa”.