Brenda Melissa Menéses Sánchez
En Valle Sombrío, un pequeño y olvidado pueblo rodeado de colinas y bosques, la casa de los Valverde era un punto de referencia. No porque fuese hermosa o imponente, sino por su aspecto lúgubre y abandonado, y los rumores que la rodeaban. Desde que el último de los Valverde, Ernesto, se había mudado a la ciudad hacía veinte años, la casa había quedado vacía, expuesta al tiempo y las historias que los vecinos inventaban.
Ernesto, un hombre de cuarenta y tantos años, con cabello entrecano y una expresión siempre seria, regresó al pueblo una tarde de otoño. Había perdido su empleo en la ciudad y no tenía dónde quedarse. Aunque sabía de los rumores sobre la casa, no les dio importancia. Era su hogar de infancia, un lugar lleno de recuerdos que, aunque le resultaban agridulces, seguían siendo suyos.
“Es solo una casa vieja”, pensó, mientras empujaba la pesada puerta de entrada, que crujió con un sonido que resonó en las paredes vacías.
Los primeros días se dedicó a limpiar. El polvo cubría cada rincón y las telarañas colgaban como cortinas en las esquinas. A pesar de sus esfuerzos, la casa nunca parecía completamente limpia; había una sensación constante de abandono que no podía quitar.
La primera noche en la casa, Ernesto encendió la chimenea y se acomodó en un sillón desvencijado. El calor del fuego era reconfortante, pero no lo suficiente como para ahuyentar una extraña sensación de frío que parecía provenir de las paredes mismas.
Mientras leía un viejo libro que había encontrado entre las cosas de su padre, escuchó un ruido. Fue un crujido suave, apenas perceptible, pero suficiente para llamar su atención. Miró hacia el techo y aguzó el oído. El sonido se repitió, esta vez más claro: pasos.
Ernesto cerró el libro y se quedó inmóvil. “¿Ratas?”, se preguntó en voz baja. Pero los pasos eran demasiado pesados para ser de un animal pequeño.
“Probablemente sólo sea la madera vieja”, se dijo, aunque no pudo evitar sentir un escalofrío.
A la mañana siguiente, decidió subir al ático. Recordaba haber jugado ahí de niño, pero ahora le parecía un lugar hostil. Las escaleras que conducían al lugar crujieron bajo su peso, y el aire allí era más frío que en el resto de la casa.
El ático estaba lleno de cajas, muebles cubiertos con sábanas y montones de cosas olvidadas. Pero lo que llamó su atención fue un baúl negro en el centro de la habitación. No recordaba haberlo visto antes.
El baúl estaba cerrado con un candado y tenía inscripciones talladas en un idioma que no reconocía. Ernesto pasó los dedos sobre las letras, que eran ásperas al tacto. Algo en ese objeto le produjo un malestar inexplicable.
“Quizá pertenecía a mi abuelo”, pensó. Pero decidió no abrirlo, al menos por el momento.
Las noches siguientes, los ruidos continuaron. No sólo eran pasos; ahora escuchaba murmullos. Al principio, pensó que eran producto de su imaginación o el viento colándose por alguna grieta, pero los sonidos parecían demasiado humanos.
Una noche, decidió enfrentar su miedo. Armado con una linterna y un cuchillo, subió nuevamente al ático. Esta vez, el baúl estaba abierto. Dentro, no había nada excepto oscuridad, una oscuridad que parecía más densa que la del resto de la habitación.
“¿Qué demonios…?”, murmuró Ernesto, retrocediendo un paso.
Entonces lo escuchó: una voz gutural, baja y rasposa.
—¿Por qué me molestas, Ernesto?
Ernesto giró sobre sus talones, buscando el origen de la voz. “¿Quién está ahí?”, gritó, tratando de sonar valiente.
—Soy quien siempre ha estado aquí.
Ernesto sintió cómo el frío del ático le calaba hasta los huesos. La linterna parpadeó, y por un breve instante, le pareció ver una sombra moverse en una esquina.
“Esto es una pesadilla”, susurró, pero la voz respondió:
—No, Ernesto. Esto es tu realidad.
Al día siguiente, Ernesto buscó a don Roberto, el vecino más anciano del pueblo.
“Don Roberto, ¿sabe algo sobre mi casa? Hay algo extraño en el ático”.
El anciano lo miró fijamente, con una mezcla de miedo y lástima.
“Tu abuelo trajo algo de fuera cuando construyó esa casa”, dijo en voz baja. “Algo que nunca debió traer. Desde entonces, siempre han pasado cosas… raras. Mi padre decía que ese ático no estaba vacío. Nunca lo estuvo”.
“¿Y qué hay del baúl?”, preguntó Ernesto, con el corazón acelerado.
Don Roberto negó con la cabeza. “Si ya lo abriste, hijo, será mejor que reces. Nadie que lo haya hecho ha vuelto a ser el mismo”.
Esa noche, Ernesto decidió que era hora de terminar con todo. Subió al ático con una lámpara de aceite, una Biblia y una determinación que se tambaleaba con cada paso.
El baúl seguía abierto y la sombra dentro de él parecía moverse. Cuando encendió la lámpara, una figura emergió de la oscuridad: alta, delgada, con brazos desproporcionadamente largos y ojos vacíos que lo miraban con hambre.
—Ya es tarde, Ernesto. Tú serás mío, como lo fueron los demás.
“¡No!” gritó Ernesto, lanzando la lámpara contra la figura. Las llamas iluminaron el ático, pero la sombra no retrocedió.
El grito de Ernesto resonó por toda la casa, y luego… silencio.
Cuando los vecinos investigaron días después, la casa estaba vacía. En el ático, el baúl seguía abierto, y en el suelo había cenizas y una sola palabra escrita en letras torcidas:
“Huésped”.
Desde entonces, nadie volvió a entrar en la casa, pero algunos decían que, por las noches, podían ver una figura alta observando desde las ventanas y una risa baja, resonando desde el ático.