En las afueras del pueblo de San Lucio, había una vieja casa que nadie se atrevía a habitar. Los más ancianos del lugar decían que había pertenecido a una familia desaparecida bajo circunstancias misteriosas. En el centro del patio trasero, oculto por maleza y olvido, se encontraba un pozo antiguo, cubierto por una tapa de hierro oxidada. “Nunca lo abras”, decían. Pero para Mauricio y Elena, dos adolescentes curiosos, esas advertencias eran una invitación a explorar.
Una tarde de otoño, mientras el sol agonizaba en un cielo rojizo, los dos amigos cruzaron la verja desvencijada y entraron en la propiedad. La casa parecía aún más sombría bajo la luz tenue. Sus ventanas rotas eran como ojos vacíos que observaban a los intrusos.
—No creo que sea buena idea, Mau —dijo Elena, mirando nerviosa hacia el pozo, que ahora parecía más grande y oscuro que en las historias.
—¿Qué puede pasar? Sólo queremos mirar, no vamos a tocar nada —respondió Mauricio, aunque su voz no era tan segura como pretendía.
Avanzaron entre los escombros del patio hasta que estuvieron frente al pozo. La tapa de hierro estaba cubierta de símbolos extraños, tallados con un instrumento que parecía haber desgarrado el metal más que grabarlo. Mauricio intentó levantarla, pero estaba atascada.
—Espera, ayúdame —pidió, y juntos empujaron con todas sus fuerzas. La tapa cedió con un chirrido ensordecedor, dejando al descubierto una negrura que parecía absorber la luz.
Un hedor nauseabundo salió del pozo, como si algo hubiera muerto allí siglos atrás. Mauricio encendió una linterna y apuntó hacia el interior. Las paredes estaban húmedas y cubiertas de raíces retorcidas. Pero lo que les hizo retroceder fue un sonido. Un murmullo bajo, como si algo estuviera respirando en lo profundo.
—¿Qué fue eso? —preguntó Elena, apretando el brazo de Mauricio.
—No sé… quizá el eco —respondió, aunque no lo creía.
De repente, el murmullo se transformó en un susurro, claro y perturbador: “No debieron venir…”.
Elena gritó y Mauricio tropezó mientras intentaba alejarse del pozo. La linterna cayó de su mano y rodó hasta el borde, iluminando momentáneamente algo que los dejó sin aliento. Una figura pálida, de ojos hundidos y piel marchita, se asomó desde la oscuridad, mirándolos con una sonrisa macabra.
Sin pensarlo, los dos corrieron hacia la salida. Pero la verja que antes estaba abierta ahora parecía cerrada por sí sola. La casa crujía, como si se riera de ellos, y el pozo comenzó a emitir un sonido gutural, cada vez más fuerte.
—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó Elena, buscando desesperadamente otra salida.
Mauricio intentó trepar la verja, pero algo lo sujetó del tobillo. Miró hacia abajo y vio una mano esquelética que emergía de la tierra. Gritó y Elena trató de ayudarlo, pero más manos comenzaron a salir del suelo, arrastrándolo hacia abajo.
Elena corrió sin mirar atrás, atravesando los matorrales hasta que llegó al camino principal. Se detuvo, jadeando, y miró hacia la casa. Estaba en silencio, como si nada hubiera pasado. Pero Mauricio no estaba con ella.
La policía buscó al chico durante días, sin éxito. Elena contó lo sucedido, pero nadie le creyó. El pozo fue sellado nuevamente, aunque esta vez los aldeanos evitaron incluso acercarse a la propiedad.
Años después, un grupo de obreros llegó para demoler la vieja casa. Entre las ruinas encontraron un cuerpo seco, con las manos levantadas como si hubiera intentado escapar. Era Mauricio, pero sus ojos aún parecían mirar con horror hacia el pozo.
Y el susurro nunca se apagó.
El pueblo trató de olvidar el incidente. San Lucio siempre había sido un lugar tranquilo, y los rumores de la casa maldita se convirtieron en una advertencia para los niños. Nadie se atrevía a pasar cerca de las ruinas. Pero Elena no podía dejarlo atrás.
Cada noche, los sueños la atormentaban. En ellos, Mauricio estaba atrapado en una oscuridad sin fin, llamándola por su nombre. Su voz era desesperada, llena de dolor. “Ayúdame, Elena, sácame de aquí…”. Despertaba sudando, con el corazón latiendo furiosamente, incapaz de ignorar el peso de su culpa.
Un día, decidió regresar. Sabía que era una locura, pero no podía soportar más los gritos en su mente. Armada con una linterna, una cuerda y una determinación nacida del miedo, cruzó nuevamente la verja oxidada. Las ruinas estaban cubiertas de maleza, pero el pozo seguía allí, silencioso y oscuro, como si la esperara.
Elena retiró la nueva tapa que los obreros habían colocado. El olor nauseabundo volvió a impregnar el aire, y el mismo susurro que la había perseguido la recibió con una tétrica bienvenida. “Regresaste…”.
A pesar de sus temblores, ató la cuerda a una de las vigas cercanas y comenzó a descender. La linterna iluminaba las paredes húmedas, llenas de raíces que parecían moverse con vida propia. El susurro se hizo más fuerte, pero también más claro. Ya no era solo una voz, sino muchas, solapándose unas a otras en un coro de lamentos.
—Mauricio, ¿estás ahí? —preguntó, aunque su voz apenas era un hilo.
El eco de su propia voz rebotó en las paredes. Después, el silencio. Justo cuando estaba a punto de rendirse, la linterna iluminó el fondo del pozo. Allí, en medio del lodo y las raíces, estaba Mauricio, o lo que quedaba de él. Su cuerpo estaba torcido en un ángulo imposible, pero sus ojos estaban abiertos, fijos en ella.
—Ayúdame… —dijo, pero su voz no era humana. Era un sonido gutural, lleno de ecos.
Elena gritó y comenzó a subir apresuradamente. Las raíces se movían ahora con fuerza, intentando atraparla. Algo más emergió del fondo: una figura alta, deforme, con ojos incandescentes y una boca que se extendía más allá de lo natural.
“Nunca debiste regresar”, gruñó la creatura mientras trepaba tras ella.
Elena alcanzó la superficie y tiró con fuerza de la cuerda, desatándola. La tapa de madera estaba demasiado lejos, pero logró empujar una roca pesada sobre la abertura. Desde el pozo surgieron gritos, golpes y susurros que parecían maldecirla.
Corrió sin mirar atrás, jurando que jamás volvería. Pero cuando llegó a casa, algo no estaba bien. El susurro la siguió, resonando en cada rincón, llamándola desde las sombras. Esa noche, mientras miraba al espejo, vio algo detrás de ella: los ojos vacíos de Mauricio, y detrás de él, la figura oscura del pozo, sonriendo.
Elena nunca salió de su casa nuevamente.
Y en San Lucio, la leyenda del pozo se convirtió en un nuevo cuento de terror: no importa cuánto intentes escapar, si lo abres, el pozo te seguirá hasta atraparte.