Había un campo de girasoles que se extendía hasta donde los ojos ya no podían ver. Cada amanecer, una anciana salía de su cabaña y se sentaba en un banco desgastado. En sus manos siempre había un cuaderno viejo de hojas amarillentas y un lápiz corto.
Cuando el sol salía, despacio, pintando tonos dorados en el cielo, la anciana comenzaba a escribir. Nadie sabía qué se encontraba en esas hojas, pero el viento parecía dictarlas. Algunas mañanas, la anciana levantaba la vista para contemplar los girasoles mientras se balanceaban con el viento. Era como si ella esperara una respuesta.
Un día, un cuervo se posó cerca de ella. La anciana lo miró y por primera vez dejó caer ese viejo lápiz. Observó al ave como si lo conociera, como si él supiera algo que ella no sabía descifrar.
La anciana tomó su cuaderno, arrancó una hoja y la dejó en el banco antes de volver a su cabaña. El cuervo picoteó el pedazo de papel y voló, perdiéndose en el horizonte.
Esa noche, la cabaña permaneció en silencio y al día siguiente, el banco amaneció vacío. Pero en el campo, en medio de los girasoles, se abrió una flor blanca, que miraba al cielo con un brillo peculiar.
Nadie volvió a ver a la anciana. Pero a veces, cuando el viento soplaba, parecía como si los girasoles susurraran palabras, como si contaran los secretos de aquella mujer que dejó escritos en un viejo cuaderno.
Que bonito cuento mi amor.
Sigue así.
Siempre orgullosa de ti