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Pez en el cielo

Pez en el cielo

Joseph Abadi

Cerca de la costa, en una parte poco profunda del océano, un pez se ahogaba. 

Odiaba nadar pretendiendo que estaba cómodo, rodeado de otras criaturas tan distintas pero tan parecidas, todas traicioneras y mentirosas. Por eso nadaba solo.

También odiaba la oscuridad fría y peligrosa de las profundidades, donde la muerte se abalanzaba desde cualquier lado y en cualquier momento. Así que se mantenía cerca de la superficie, donde llegaba la luz y se sentía protegido. Además, necesitaba subir cada cierto tiempo para respirar, a diferencia de los otros. Sabía que no pertenecía ahí debido a eso.

Mientras los demás se juntaban y formaban familias y amistades, el pez se mantenía alejado, con una sensación de rechazo; pero no rechazo hacia él, sino de su parte.

Se sentía como un extraño en la vastedad del peligroso océano, y siempre miraba hacia arriba. Se permitía perderse en las vistas tan claras y puras, y solía imaginar cómo sería vivir ahí, donde no parecían existir los problemas.

En una escapada desesperada en la que una barracuda intentaba matarlo, terminó acercándose demasiado a la costa, y su casi asesino se rindió cuando las piernas humanas se interpusieron entre él y su víctima.

El pez escuchó un extraño graznido y, entonces, una fuerza imparable lo sacó del agua. Quedó atrapado en el pico de una grulla de plumas grises y mandíbulas persistentes.

—¡Espera, no me comas! —le rogó al ave—. Aún no he vivido, no he encontrado mi lugar en el mundo. Pero siempre he querido conocer el cielo. ¿Podrías llevarme ahí antes de comerme?

La grulla lo pensó un poco.

—¿Si lo hago podré alimentarme de ti?

—Sí, sí, claro. Sólo… quiero saber si ahí está mi lugar.

—Tenemos un trato, sostente fuerte —advirtió el ave.

Sostenme fuerte.

El pez sintió el apretón de la grulla y entonces voló.

El viento heló al pescado como nada nunca lo había hecho, pero el vértigo y la libertad lo hicieron sentirse cálido.

Una sonrisa se formó en su rostro cuando la luz del sol lo golpeó como un destello y su vista se nubló durante unos segundos. Un grito de júbilo salió de él cuando atravesó una nube.

—¡Esto es increíble!

El ave respondió todas sus dudas sobre el cielo, y el pez sintió que todo era perfecto en el momento en que vio a una formación de pájaros disfrutando de un viaje, bajando de vez en cuando al agua para refrescarse antes de retomar el vuelo.

En un momento, el cielo se tornó rosado y, a pesar de que había visto eso muchas veces desde el agua, en esa ocasión fue diferente.

Todo fue diferente.

En algún momento la grulla le avisó que regresaría a tierra, y él le agradeció por el viaje y le respondió que le parecía bien.

De nuevo en tierra, el ave dejó al pez sobre la arena y le hizo una pregunta:

—¿Viviste, pececito? ¿Encontraste tu lugar?

En respuesta, dijo:

—El cielo es increíble, ojalá pudiera ir contigo para siempre.

Entonces la grulla se rio.

—Creo que lo harás.

El pescado sonrió, cerró los ojos y esperó el final. No volvió a pensar en el asfixiante océano y su horrible gente, ni en la oscuridad y sus peligros: se vio a sí mismo entre las nubes y cumplió su parte del trato.

Al siguiente día, la grulla siguió una nube con forma de pez durante toda la mañana y la noche; y así, por la eternidad, las criaturas del cielo compartieron su espacio con el pescado que había encontrado su lugar en el mundo.

Publicado en Cuento,Joseph Abadi

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