Sam llegó tarde al trabajo, pero no fue su culpa: esa mañana, una nube suspendió al camión frente a ella durante casi diez minutos, hasta que un proyectil la hizo perder su forma. Entonces el conductor recuperó la movilidad y Sam retomó su camino.
No se quejó por su mala suerte, pues sabía que en el trabajo la entenderían, pero sí le molestó un poco: los ataques de las nubes eran impredecibles y, cuando llegaban, el azar era quien determinaba su final. O los proyectiles del gobierno, diseñados específicamente para hacerlas perder su aspecto: si lo hacían, se anulaba su poder de detener el tiempo.
Así había sido siempre.
El día fue como cualquier otro en la oficina: papeleo, un poco de chisme y más papeleo.
En un punto, Sam se levantó para imprimir unos documentos. Fue de un lado al otro de la oficina, llamó la atención de la mitad de sus compañeros y llegó hasta la impresora que, pegada al ventanal, estaba libre.
Sam extendió el brazo para recoger los papeles y se quedó a medio camino. «Aquí vamos de nuevo», pensó fastidiada. Habría rodado los ojos de haber podido.
El tiempo pasó y Sam aún no podía mover la mano. Estaba inclinada hacia adelante en una posición muy incómoda si, casualmente, uno quedaba congelado en ese instante.
Sam no recuperó la libertad: sus piernas no hicieron ni el más mínimo esfuerzo de moverse; no respiraba, más en esos momentos no sentía la urgencia de.
Sam estaba cómoda físicamente, pero su cerebro, la única parte libre de ella, no soportaba verse tan limitado.
Como cada vez que se encontraba bajo el manto de una nube, Sam se preguntó de todo: ¿De qué tamaño era el nubarrón que la tenía paralizada? ¿Qué hora era? ¿Algún proyectil la regresaría al flujo de tiempo?
Sam se hizo preguntas y preguntas, pero las respuestas no llegaron.
Pasó tanto tiempo, o al menos así fue en su cabeza, que agradeció que no existiera la necesidad de ir al baño cuando uno estaba a merced de una nube. De otra forma, probablemente ya habría perdido la dignidad, al igual que el resto de personas en la oficina.
En algún momento después de que la oscuridad hubiera llegado, Sam se quedó dormida ahí, suspendida en el aire, y un par de horas después se despertó.
«¿Es en serio? ¡Ya déjame en paz, nube asquerosa!».
Como estaba un poco agachada, Sam no alcanzaba a ver el cielo, pero sí la calle del otro lado de la ventana: completamente vacía.
De nuevo salió el sol, pero no regresó ni la gente a la calle ni su libertad de movimiento.
«¿Acaso la tierra dejó de girar o por qué esta nube sigue aquí? —refunfuñó—. No tiene ni medio sentido, fregada madre».
La noche se acentuó una segunda vez y Sam se rindió. «Ya, la carne que saqué a descongelar ya tiene más bacteria que animal».
La segunda noche se la pasó dormitando y fantaseando con la libertad, con sentarse, regresar a su casa, dormir, ir al baño, comer… ¡respirar! El problema ya no era otro que la desesperación. Sam estaba segura de que ya había muerto de aburrimiento, pero como seguía congelada junto a la maldita impresora su alma no se iba.
El segundo amanecer en la misma posición y Sam lloró internamente: rezó por libertad, les juró a todos los dioses que se cambiaría de trabajo para no volver a ver la misma impresora blanca jamás y prometió que haría donativos a organizaciones si salía de ahí pronto, pero nada pasó. El ataque de la nube continuó, tan imponente como al principio.
Sam logró ver al sol que se empezaba a ocultar por tercera vez y, entonces, su mano se movió otra vez y tomó lo impreso.
Jadeó de sorpresa y se dio la vuelta al instante. Todos eran libres de nuevo: hablaban, maldecían y preguntaban.
Sam regresó a su escritorio con pasos largos, enormes y furiosos, aventó los documentos impresos, apagó su computadora y se dirigió a la salida echando humo.
«Al fin, nube del infierno», espetó para sí.
Se subió a su coche y manejó de la manera más irresponsable que pudo con tal de llegar pronto a su hogar. Ya ahí, empujó la puerta sin piedad, prendió la luz de un golpe y aventó su bolso sobre la mesa como si estuviera embrujado.
Fue al baño, se preparó algo de comer y descubrió que la carne seguía medio congelada.
«¿Qué? Pero… pasaron tres días».
Prendió la tele y, al instante, cambió al canal de noticias.
Se hundió en el sillón y atacó la comida.
Los titulares decían así: Descomunal Ataque de Nubes Congela al Mundo por Tres Días.
Sam no podía creerlo. No iba a creerlo porque era imposible que algo así hubiera pasado de la nada.
Una reportera de traje verde que llevaba tres días frente a la cámara bromeó:
—Hasta parece que las nubes se hubieran puesto de acuerdo para congelarnos a todos, ¿no? —se rio con ganas.
—Ay, sí, qué chistoso, vieja loca —la insultó Sam.
Tomó el control para cambiar el canal y, con el ceño fruncido y el brazo en alto, quedó congelada de nuevo.
Y no solo ella: todo el mundo; y no solo de nuevo: para siempre.