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La cuerda

La cuerda

Joseph Abadi

La situación estaba tensa, pero no perdía la parte divertida. Aunque quizás no debería de ser divertida en lo absoluto.

Sin darle mucha importancia a esa idea, los jóvenes siguieron tirando de la cuerda más y más fuerte; más y más lejos. Eventualmente, cuando sus palmas estaban blancas en algunas partes y rojas en otras por la fricción de los tirones, lograron la victoria: lentamente, e hilo por hilo, la cuerda se fue deshilachando, hasta que reventó en dos pedazos de la mitad de su tamaño original.

Unos jadeos de felicidad llenaron la pradera pero, al medir la soga, se dieron cuenta de que seguía siendo muy larga. Con unos suspiros cansados y unas manos que ardían heridas, ambos jóvenes tomaron uno de los pedazos al azar.

Volvieron a tirar en direcciones opuestas, uno al este y la otra al oeste, en el camino polvoroso y caliente del campo. A los lados, el pasto verde se alzaba, y unas flores rebeldes de distintos colores adornaban la escena. Aunque la cereza del pastel, la verdadera razón de que estuvieran ahí, no pertenecía a la vista bella y delicada de aquel lugar. Incluso el aire era más fresco y liviano, y los jóvenes lo agradecían en jadeos largos y cansados, a la par de unos gemidos de esfuerzo.

Pasaron varios minutos en los que ambos, el chico y la chica, el amigo y la amiga, se detuvieron más de una vez a descansar y a quejarse del dolor en sus palmas. Pero siempre volvían a la tarea.

Tiraron con más fuerza, con mucho empeño y, de nuevo, consiguieron la victoria. Cuando la cuerda cedió, y se separó en dos pedazos, los gritos de júbilo y los choques de palmas fueron todo lo que la tercera persona escuchó.

Ambos sentían que sus diecisiete años de vida habían valido la pena, porque al fin estaban ahí.

Midieron la cuerda: perfecta. Perfectamente perfecta, incluso.

Entonces, con una perversa y brillante sonrisa, el chico se acercó al chevrolet negro que relucía bajo el sol a un lado del camino, con la mitad sobre el pasto y la otra mitad sobre la tierra polvorosa. Abrió la cajuela y saludó con sorna al señor ahí atado.

Lo bajó con cero delicadeza del coche, y le dejó que se arrastrara desesperadamente por unos segundos antes de dar dos grandes zancadas y de pisar su espalda.

Con la ayuda de la chica, ambos jóvenes lo prepararon todo frente al hombre, y luego se rieron felices cuando lo colgaron de su horca improvisada. Se quedaron ahí, haciendo burla del señor que intentaba decir algo, pero no le salían las palabras. Y cuando seguía vivo, se subieron al chevrolet negro y se alejaron con la radio muy alta.

Publicado en Cuento,Joseph Abadi

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