Menú Cerrar

El asalto

El asalto

Felipe Díaz

Tu cabeza da constantes golpeteos en el cristal del microbús, pero aún con los rebotes, no despiertas. Tampoco el sol se anima todavía a calentar las calles que empiezan a sacudirse la pereza de la noche. Tu cuerpo lo conforta el calor de los demás pasajeros.

Pasan varios minutos y despiertas de un jalón. Un instintivo escalofrío va desde tu cabello hasta los pies. Te despabilas. Alerta, ¡te pones en alerta! Aprietas la lonchera y el portafolios, revisas los documentos de trabajo que están dentro, son muy importantes. Mueves una mano a la bolsa del pantalón, compruebas traer la cartera y el celular. Dudas unos instantes si debes esconderlos en los calcetines. Demasiado tarde: dos sujetos con corte de cabello tipo militar suben al transporte.

—¡Ora sí culeros, va a cargárselos la chingada si no cooperan! ¡Y no se hagan los pinches chistosos, que les echamos cuete! —gritan mientras golpean estrepitosamente el toldo.

Miras que uno saca un cuchillo y camina hacia atrás. Despojar a algunos pasajeros de bolsas, relojes, celulares y carteras. Se detiene con una pareja, “no te lleves la cadena, es un recuerdo familiar”, gime el muchacho. Lo miras suplicante, aterrado.

—Déjale un recuerdo familiar. —vocifera el otro. Lo volteas a ver. Está amenazando al chofer con una pistola—. Pinche payaso, que se caiga con el oro —luego regresa con el conductor—: No te detengas, pendejo, ni abras las pinches puertas —vacía en su morral las pocas monedas y billetes que se habían juntado.

Camina hacia ti… El metal en la sien hace que la adrenalina se desborde. La piel se te eriza, las palpitaciones te sacuden y evidencian tu miedo. Aun estando listo para actuar, te congelas. Haces un esfuerzo por mantener tu esfínter estrecho. No tienes de otra: resignado y tembloroso, te quitas la mochila y la entregas. Continúas encañonado. Estás a punto de dejarle el celular y la cartera cuando el asunto en los asientos traseros se pone más tenso: “No, por favor, era de mis abuelos. Llévate lo demás, pero déjame la cadena”.

El ratero, inquieto, coloca el cuchillo en la garganta de la chica. “Cállate, carajo. ¡Chingada madre! ¡O me llevo la cadena o me llevo a tu vieja!”.

El de la pistola, enfurecido, se despreocupa de ti, empuja con fuerza a un aterrado pasajero que se interpone en su camino y salta hacia atrás para apoyar a su compañero, pone el arma entre las cejas del muchacho y le arranca la cadena del cuello. “¡Pinche junior de mierda, vuelves a hacerla de pedo y te mando con tus abuelos!”.

Adelante, una nerviosa mujer grita: “Chofer, ahí va una patrulla, ¡avíseles!”.

Inmediatamente el ladrón regresa al frente y le pone un cachazo al conductor. “Ni se te ocurra, pendejo. ¡Ábrenos las puertas ya! Vámonos güey”, le ordena a su cómplice. “¡Si alguien nos sigue, lo tumbamos!”.

Al abrirse las puertas, antes de que el microbús se detenga, uno de ellos brinca apresuradamente a la acera y torpemente choca con un poste, cayendo aparatosamente. Las pertenencias robadas se riegan en la calle. El cómplice salta también y tropieza con el cuerpo del otro. Los dos yacen en el piso, tratando de recoger botín.

Sin pensarlo, aprovechando la confusión, bajas con rapidez y te lanzas a recuperar la valiosa mochila. No puedes llegar al trabajo sin esos documentos. Cuando la agarras, uno de los rateros la jala también del otro lado de la correa y caes de nalgas en el asfalto. Junto a ti, entre de monedas y celulares, está la pistola. No lo piensas, la empuñas, apuntas y disparas. El otro canalla se levanta con el cuchillo en la mano. Vuelves a disparar. Tomas la mochila y corres.

Corres. No sabes cuántas calles, corres. Diez calles, tal vez más. Corres. Avientas la pistola a una azotea. Llegas a un parque y te tiras en el pasto. Te arrastras hasta ocultarte entre arbustos. Tratas de respirar. Tu vista está nublada por el sudor y las palpitaciones. Comienzas a calmarte. Nadie te ha seguido. En la mano izquierda tienes aferrada la mochila, la sueltas lentamente para permitir que tus dedos blanquecinos se desentuman. Miras tu cuerpo, te revisas. Sólo algunas salpicaduras de sangre.

Horrorizado te das cuenta de que el portafolios lo tienes cruzado en tu pecho, tal como lo pusiste al salir de casa. Vuelves a mirar la mochila recuperada, es la lonchera. Les disparaste para rescatar un sándwich y un recipiente con fruta.

Publicado en Cuento,Felipe Díaz

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *