Supe que algo estaba pasando aquí desde el primer instante. Me guardé mis teorías e inseguridades, pues necesitaba más información, así que observé al señor Hueso y a la señora Sangreblanca, ceja enarcada desde la esquina opuesta de cualquier habitación.
Después llegó Quisky, y desde el segundo uno se me acercó. «Hay algo raro con ese tipo. Está tan delgado que parece puro esqueleto. Y esa anciana, hay algo en sus ojos, no sé qué, pero me hace querer salir corriendo en la dirección opuesta.»
Quisky se convirtió en la persona con la que compartí cada pensamiento que cruzaba por mi cabeza.
Entonces, un día, desapareció. Cada vez que conversábamos, veía al señor Hueso y a la vieja Sangreblanca fulminándonos. Se pasaban cartitas con sus planes. Esto tenía que ser su culpa.
Me arrastré por los pasillos de linóleo, tan brillantes como las plumas de la luna, para enfrentarlos. Un dolor de cabeza horroroso complicaba la tarea: debían de haberme atacado a mí también. ¡Querían matarme!
Estaba seguro. Pero tenía un par de dudas.
Cuando vi el mensaje en la pared, letras ilegibles trazadas con sangre, comenzaron a disiparse.
Supe que tenía que descubrir el secreto de su escuálido sobre, el contenido de sus cartas. Tenía que desenterrar el misterio detrás de la escritura en la pared y encontrar al culpable de la muerte de Quisky. Pero si los enfrentaba directamente, Hueso y Sangreblanca me desaparecerían también. Debía encontrar pruebas, y debía hacerlo en secreto.
Pasaron los días. Ángeles marcaban la rutina y ponían orden. Habían reemplazado a los monstruos de azul, así que seguro estaban investigando la muerte de Quisky. A ellos les daría las pruebas en contra de Sangreblanca y su horripilante mirada amenazadora. En contra del señor Hueso y sus ridículas órdenes opresoras. Sus mentiras.
Y el crimen que ambos habían cometido.
No pude contar los días, pero sé que pasaron más de once semanas antes de que descubrieran todo.
Recuerdo que yo estaba regresando del patio, un ángel sonriente y carismático me acompañaba, pero cuando entré a mi habitación, la cama ya no estaba. El ángel salió antes de que pudiera mencionarle el hurto. ¡Me robaron mis posesiones y no pude lanzar una queja!
No pasó mucho tiempo antes de que el señor Hueso entrara con su bata azul sobre los hombros y la villana Sangreblanca a su lado.
Peleé, grité y forcejeé mientras los acusaba del asesinato de Quisky, pero de todas formas me dominaron. Creí que me iban a matar, y estaba convencido de que nunca más abriría los ojos cuando sentí el pinchazo de la aguja y las piedras en mi cara me arrastraron a la oscuridad en contra de mis deseos.
Cuando desperté, la dosis era la correcta, y la niebla de la locura se había despejado un poco. Aún escuchaba las voces que acusaban al doctor Edgar y a Amanda, pero sonaban lejanas, como si gritaran desde la superficie y yo estuviera bajo la corriente. O como si lanzaran sus acusaciones desde la punta de una montaña y no me encontrara en el valle. Eran fáciles de ignorar.
Comprendí muchas cosas: Quisky jamás había existido, y su desaparición se debió a un aumento de las medicinas. Sin embargo, al no ser la dosis que necesitaba, la locura persistió y acusó a personas de las que ya desconfiaba.
El escuálido sobre, las cartas, eran sus notas sobre los pacientes. Y no hubo ningún mensaje en la pared. Nadie fue asesinado dentro de los muros del hospital.
Una ola de tranquilidad me golpeó con ligereza y, por primera vez en meses, descansé de verdad.
Claramente Hueso y Sangreblanca ya lo habían hecho antes, porque tenían la suficiente experiencia para manipular a un loco y continuar con sus monstruosas hazañas y sus problemáticas desapariciones.
¿Qué dirían cuando ningún otro paciente volviera a verme por ahí?
«¿Quién será el siguiente?», inquirió Quisky, a mi lado.